LA PERSISTENCIA DE LA MENDICIDAD URBANA: una mirada desde Mandeville hasta nuestros días.

En las grandes ciudades de todo el mundo, es común cruzarse con figuras que piden limosna, apelando a la compasión de los transeúntes. Estos pedigueños, con sus variadas técnicas —desde la súplica directa hasta la representación de estados extremos de necesidad—, conforman una realidad tan antigua como la vida urbana misma. Lejos de ser un fenómeno nuevo, ya en el siglo XVIII el filósofo y médico Bernard Mandeville abordaba esta problemática en su obra La fábula de las abejas, donde reflexionaba sobre la pobreza, la moral y el funcionamiento económico de la sociedad.

Mandeville sostenía que muchos de los vicios individuales —como la codicia o la vanidad— podían redundar en beneficios colectivos, generando empleo, riqueza y dinamismo económico. Pero también se detenía en las contradicciones de una sociedad que proclamaba virtudes mientras toleraba, e incluso necesitaba, la existencia de los pobres. En su visión, la mendicidad no era un accidente, sino un elemento estructural del sistema económico: “La pobreza es tan necesaria para la sociedad como el trabajo mismo”, señalaba con crudeza.

La presencia de mendigos en las calles le servía como ejemplo de cómo las estructuras sociales podían mantener deliberadamente a ciertos grupos en la miseria, no por crueldad explícita, sino por la funcionalidad que dicha miseria tenía en el engranaje económico y moral de la época. Mandeville no defendía la mendicidad, pero la señalaba como una consecuencia directa de la organización social y de la hipocresía de una moral pública que se negaba a aceptar su papel en esa perpetuación.

Los pedigueños urbanos han desarrollado toda una gama de técnicas para apelar a la emoción, la culpa o la solidaridad del ciudadano. Hay quienes se muestran enfermos, quienes exhiben a sus hijos, quienes relatan historias personales trágicas —reales o inventadas—, y quienes, con mayor sofisticación, usan carteles o incluso códigos QR. Algunos se ubican estratégicamente en entradas de estaciones, cajeros o centros comerciales, buscando maximizar la visibilidad y el flujo humano. En muchos casos, estas prácticas forman parte de redes organizadas, lo que añade una capa de complejidad al fenómeno.

Pero más allá de la técnica, subyace una situación desesperada: la falta de oportunidades reales de integración, la precariedad, la enfermedad mental no tratada, la inmigración irregular o el simple abandono social. Lo que para el transeúnte puede parecer un engaño o una molestia, para el mendigo es, a menudo, la última estrategia de supervivencia.

La pregunta es inevitable: si ya en tiempos de Mandeville se denunciaba esta realidad, ¿por qué seguimos sin solución? La respuesta no es simple. La mendicidad es un síntoma, no una causa. Atacarla directamente —con multas, desplazamientos forzosos o campañas de limpieza urbana— no erradica su origen: desigualdad estructural, falta de políticas inclusivas, precariedad laboral, vivienda inaccesible, salud mental olvidada.

Qué nos falta para abordar el problema de la mendicidad en las calles de las ciudades:

Políticas públicas de inserción laboral efectivas.

No tratar la mendicidad como un problema de seguridad ciudadana.

Programas de salud mental y adicciones accesibles.

Reformas habitacionales que garanticen techo y dignidad.

Educación y atención integral para niños en riesgo de pobreza.

Regulación de mafias que explotan la mendicidad ajena.

Pero, además, requeriría honestidad política y moral. Como ya advertía Mandeville, no basta con proclamar caridad o filantropía si no se está dispuesto a revisar el sistema que produce pobreza mientras celebra el consumo.

El pedigueño de la calle no es sólo una figura marginal, sino un espejo incómodo de una sociedad que prefiere ignorar las causas profundas de su presencia. Mandeville nos recordó que muchas veces la virtud pública esconde intereses privados y que no se puede hablar de progreso mientras millones quedan fuera. Quizá, el primer paso no sea dar o no una moneda, sino empezar a ver la mendicidad no como una excepción, sino como un síntoma que interpela a todos y a todas.

Dedico éste escrito al profesor Dr. López Frías (EPD) que durante la licenciatura en filosofía de la UB me descubrió a Mandeville.

Comentaris

  1. Molt bon article, en el meu cas sóc curós a l’hora d’ajudar perquè per la meva experiència sé distinguir la necessitat de la professionalitat i estic Totalment d’acord amb el contingut de l’article.

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