MISILES SOBRE LA MESA DEL COMEDOR: el escandaloso coste humano de la carrera armamentística global del siglo XXI

 En un mundo marcado por la desigualdad, la violencia estructural y la incertidumbre climática, los gobiernos de todas las latitudes parecen haber encontrado un punto de coincidencia: gastar más en armas y menos en cuidados. En lugar de invertir en salud pública, vivienda digna, atención a nuestros mayores o protección social, las potencias mundiales —y también aquellas que apenas llegan a fin de mes— están desviando sus presupuestos hacia el gasto militar como si estuviéramos en plena Guerra Fría.



Es escandaloso y profundamente inmoral. Mientras hospitales cierran plantas enteras por falta de personal, miles de personas mayores mueren en soledad en residencias sin supervisión adecuada. Mientras millones de jóvenes ven negado su derecho a una vivienda asequible, se firman contratos multimillonarios para adquirir cazas, tanques, drones y misiles. Mientras nuestras culturas y religiones siguen sin aprender a convivir con respeto y diálogo, los gobiernos prefieren preparar la próxima guerra antes que prevenirla.

La carrera armamentística no es solo un síntoma de la desconfianza global: es un cáncer que se extiende alimentado por la codicia de la industria militar y por una geopolítica tribal y anacrónica. Lo peor es que todo este juego de amenazas y bloqueos se disfraza con palabras como “seguridad”, “defensa” o “soberanía”, mientras se abandona el concepto más básico de humanidad.

La ONU, nacida como esperanza después del horror de la Segunda Guerra Mundial, es hoy un espectro diplomático sin fuerza real. Incapaz de frenar genocidios, invasiones o hambrunas provocadas por bloqueos internacionales, ha quedado reducida a una maquinaria burocrática y testimonial. Las grandes potencias la utilizan a conveniencia, vetando cualquier intento de justicia global cuando esta no les favorece. El derecho internacional ha quedado supeditado al interés estratégico.

Ni los derechos humanos, ni los derechos de los pueblos, ni las víctimas de guerras olvidadas en África o Asia, ni los millones de desplazados por conflictos armados, parecen importar ya. Lo que prima es la defensa del "orden" —entendido como la supremacía de unos sobre otros— y el control de los recursos: agua, minerales, gas, energía.

La pregunta es: ¿qué futuro podemos esperar en un planeta donde los presupuestos públicos priorizan la destrucción sobre la vida?
La respuesta es sombría: más guerras, más desplazamientos forzados, más hambre, más odio entre pueblos. Las religiones que deberían predicar la paz, se usan como banderas para justificar la violencia. Las diferencias culturales, en lugar de celebrarse, se instrumentalizan para dividir y manipular. Y mientras tanto, las nuevas generaciones crecen en un clima de miedo, alienación y desesperanza.

La inversión desmesurada en armamento no genera bienestar. No alimenta, no cura, no educa, no cuida. Solo perpetúa un modelo de mundo roto, gestionado por élites políticas y económicas incapaces de imaginar alternativas.

Es hora de plantear una resistencia desde la ética. La verdadera defensa de nuestras sociedades debería pasar por garantizar los derechos básicos: educación, salud, vivienda, justicia social, equidad intergeneracional. Defendernos no debería significar matar o amenazar, sino asegurar que ningún ser humano muera por abandono o pobreza.

Mientras seguimos empuñando el fusil de la supremacía y la desconfianza, se nos escapan entre los dedos la paz, la fraternidad, y el sentido más profundo de ser civilización. Si no cambiamos ya, el futuro no será distópico: será simplemente inhabitable.

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